
MARCELA TURATI
La emergencia nos obligó a improvisar la cobertura de la mejor manera que pudimos.
Empezamos con el conteo de muertos, que en las redacciones llamamos “el ejecutómetro”, con el que los reporteros de la fuente policiaca dan cuenta, mediante estadísticas, de la tormenta de sangre.
Cuando la violencia golpea como tsunami –muertos por aquí, desaparecidos allá, sumas de heridos, huérfanos, viudas, desplazados, carros-bomba, descuartizados, masacres en serie, enfrentamientos callejeros– la dinámica de las noticias nos lleva a salir de la redacción para ‘cronicar el horror’. Es el momento de acudir a la escena del crimen, entrevistar a testigos o sobrevivientes, buscar el parte oficial, acudir a los velorios, pescar datos de los muertos para confeccionar una escueta biografía de las víctimas, un recuento de los hechos y convertirlo en información.
Pero cuando la pila de muertos se vuelve infinita, cuando cada masacre se parece a la anterior, cuando seis noticias terribles compiten por la primera plana, tenemos que hacer una cobertura distinta a la reactiva. Tenemos entonces la opción de retomar la agenda, quitársela a los violentos que la fijan, para devolverle sentido a la vida, dignidad a las víctimas y poder a los ciudadanos. Esto es: alumbrar lo que ocurre con la luz de los derechos humanos.
Ciertamente no se trata de maquillar la realidad o minimizarla para agradar a quienes culpan a los periodistas de las malas noticias. La gente tiene derecho a saber lo que ocurre y nosotros tenemos la misión de informarle. Un mismo noticiero puede dar cuenta de una nueva matanza en Ciudad Juárez con 14 jóvenes muertos y 19 heridos, y otros 13 en un centro de rehabilitación en Tijuana; tiroteos en tres ciudades con más de una docena de muertos; el asesinato de un jefe de la policía, de un líder social y de dos estadounidenses porque todo eso ocurre en un día.
Sin embargo, algo más allá de lo reactivo se puede hacer, como planteó en su momento el escritor Juan Villoro: “¿Hasta qué punto podemos ser cómplices del narcotráfico al exhibir sus atrocidades sin oponer otro tipo de respuesta o de discurso? Es tan veloz el ejercicio del narcotráfico y son tan cruentas sus acciones, que vamos nosotros siguiendo la noticia sin poder construir un discurso más esperanzador”.
¿Se puede hacer una cobertura periodística responsable que tenga a los derechos humanos como carta de navegación? Sí, pero hacerlo es un ejercicio complicado que se diseña cada día, al calor de la nueva emergencia, y llevarla a buen término requiere constante entrenamiento, técnica, tener la mirada educada, saber a leer los procesos, construir un discurso distinto, aprender a resistir el miedo que todo lo destruye y que enmohece la indignación y la esperanza.
Los puntos que escribiré a continuación son apenas unas sugerencias, reflexiones aún inacabadas y siempre a prueba, de cómo podemos realizar una cobertura distinta, a contracorriente, comprometida con los ciudadanos y con conciencia ética.
*DAR ROSTRO A LOS MUERTOS
“Camino por mi ciudad, pisando, pisando muertos… Préstame tu celular que voy a fotografiar un titipuchal de muertos…” (Poema de Arminé Arjona)
Los muertos de los que da cuenta la estadística no son cifras, eran personas, tenían una historia. Muchas veces eran el sostén de una familia que los extraña pero se convirtieron en un sueño inconcluso, en una página a media escritura, cuando fueron asesinados. Como periodistas debemos rescatar sus biografías de la fosa común donde todos los cuerpos –por ahora, más de 40 mil—son arrojados y responder a la pregunta de quiénes nos hacen falta, qué edades tenían, cuál era su biografía, por qué su ausencia nos tiene que doler a todos.
Un ejemplo de este ejercicio de rescate de la memoria y de rebeldía ante el anonimato es el altar virtual http://www.72migrantes.com, que recupera las historias de los migrantes centro y sudamericanos asesinados en Tamaulipas porque, como uno de los autores escribió: “el horror anónimo es una abstracción que obstaculiza la empatía y la solidaridad”. Nadie puede solidarizarse con un número, sólo con un igual.
Si llevamos una bitácora de vidas perdidas descubriremos patrones que nos ayudarán a entender y a explicar quiénes mueren: si es realmente esa generación de jóvenes con un mismo trazo de carencias desde la infancia, a quienes se negó el estudio y el trabajo, y que encontraron las pandillas o el narcotráfico como única puerta de salida.
A partir del patrón detectado podemos indagar qué tenían en común, qué políticas públicas se requieren para evitar esa sangría demográfica o para atender a sus familiares.
*BUEN NOMBRE, JUSTICIA, MEMORIA Y VERDAD
“Le apuesto que si a usted le mataran a un hijo hasta por debajo de las piedras buscaría al asesino, pero como yo no tengo los recursos no lo puedo buscar… ¡Póngase en mi lugar a ver que estoy sintiendo, si ya no tengo a mis hijos!” (Luz María Dávila, madre de dos jóvenes asesinados en Villas de Salvárcar, al dirigirse al presidente Felipe Calderón)
En el antiguo derecho romano existía una oscura figura, el Homo Sacer, que permitía los asesinatos de ciertas personas a cuyos verdugos se les garantizaba impunidad. Para el historiador Ilán Semo esa figura se reedita en estos tiempos en los que los muertos quedan a cuenta de la guerra y son merecedores de su trágico destino. Se piensa que si los mataron “en algo andarían”; por ese discurso el asesinato no se investiga.
Sin embargo, en los estados democráticos toda persona tiene derecho a que se investigue la circunstancia de su muerte y a obtener justicia. Los muertos inocentes tienen derecho a conservar su buen nombre, a que se les guarde memoria, a la reparación del daño. Sin acceso a la verdad y a la justicia, sus familias quedan marcadas, vivirán con el estigma de tener un pariente “ejecutado” y allgunas alimentarán el ciclo del odio propagado con el combustible de la impunidad.
La función de los periodistas es indagar los hechos, recuperar nombres y dignidades, fiscalizar el sistema de justicia y denunciar sus omisiones e irregularidades.